Érase una vez un joven español de ilustre familia. Su padre poseía muchas tierras y la riqueza de sus campos permitía a sus dueños y servidores una vida lujosa y ambiciosa. El nombre de nuestro héroe era Juan Augusto de la Cruz. Acababa de cumplir los veinte años y parecía muy fiel a su nombre cristiano. Era amable con los pobre y gentil con sus sirvientes. Mas, siendo el mayor y heredero de todo carecía del don de la palabra y la belleza. Los caballos le rehuían, los perros le ladraban y ninguna moza, noble o plebeya, le había entregado su corazón. Para más decir, el joven jamás había sido bueno en el deporte de la caza. Ya que, cuando se internaba en el bosque, hasta el más feroz oso y el más inquieto jabalí huían de su presencia.
Preocupado por ello, el joven se la pasaba angustiado.
Reclamaba a Nuestro Padre por tan terrible maldición que le había acaecido. Además pronto tendría que cumplir con su deber se hacerse cargo de los negocios de la familia y, sin descendencia ni buena palabra, podría llevar todo a la ruina. Lo cual le causaba un terrible temor.
Un día llegó al pueblo el diablo vestido de anciano y se acercó a Juan Augusto que se hallaba trabajando el campo, mientras lloraba sus penas.
-¿Cuál es la causa de tu llanto, joven muchacho? - le preguntó amablemente. Juan le contó sus penurias y el diablo asintió.
-Sabes, puedo ayudarte. Tengo en mi poder un odre de agua mágica, si la bebes podrás hablar y convencer a cuantos quieras y, si te lavas la cara con ella, serás el más bello de todos los mortales.
-¿Y qué he de hacer para poner mis manos en tan maravilloso objeto? - preguntó Juan desesperado.
-El precio corriente en este tipo de tratos es el alma del comprador - repuso el diablo - pero me caes bien por lo que tendrás años completos para disfrutar de este regalo. Así podrás hacerte cargo del negocio de tu familia y podrás encontrar una buena y casta esposa que prevenga la desaparición de tu legado.
Juan Augusto lo pensó un momento, pero era tan grande su desesperación y tan soberbio su enojo contra el Creador que aceptó solo un minuto después.
El anciano sonrió y sacó de su bolsa de Penurias el maldito regalo que entregó a Juan Augusto. Este procedió a echarse el agua mágica en la cara y a beberla como desamparado. Mas, cuando abrió los ojos, el diablo había desaparecido. Quedando así sellado el condenado trato.
Juan Augusto marchó a su casa entonces, deslumbrando a familiares e invitados con su ingenio y buenas maneras, enamorando a toda mujer que lo veía. Aprovechando sus nuevos y antinaturales dones. Nuestro antes casto muchacho comenzó a asistir a grandes fiestas, suntuosos burdeles.
Pronto en el pueblo se hizo la fama de Don Juan, ya que no había doncella con la que sentara cabeza, todas lloraban engañadas de falsas promesas y mentirosos relatos.
Sin embargo un día llegó al pueblo una chica llamada Andrea de la Calle del Sol. Bella como una flor naciente con cabellos largos como un río y dorados como el oro. Su voz cantarina y sus movimientos gráciles enamoraron a nuestro muchacho quien comenzó a hablarle y susurrarle sus tan ingeniosas mentiras.
Pero, a pesar de los esfuerzos de Juan Augusto, la chica no caía en sus encantos. Bien conocía la fama del joven. Por su parte, él, quien no había nunca recibido un no como respuesta, comenzó a obsesionarse con ella. Le llevaba flores y cartas, le regalaba lujosos regalos y le cantaba serenatas bajo su ventana. Estas y muchas más estrategias utilizó el joven para ganarse el amor de ella. Mas todas resultaban fútiles.
Sin embargo al llegar octubre Juan Augusto recibió una carta de Andrea citándolo la noche de muertos a la puerta de la Ermita de las Angustias ubicada en las afueras del pueblo. El joven se emocionó con la noticia contento de, por fin, haber engatusado a aquella bella niña. Aquella noche se perfumó y se peinó, poniéndose sus mejores ropas.
El camino a la Ermita de las Angustias era largo y escabroso. Aquella noche las nubes eran negras como el carbón y no se escuchaba ninguno de los habituales ruidos nocturnos. Mas Juan Augusto no se desanimó y, llegando a la puerta de la Ermita, encontró a Andrea vestida como una princesa. Pronto los dos amantes comenzaron a besarse. En aquel momento Andrea dió un paso y un relampago iluminó el bosque. Juan, entonces, pudo ver horrorizado como el pie de Andrea, que sobresalía del vestido, era en realidad una pezuña de cabra.
El diablo entonces comenzó a reír. Y exclamó con voz potente.
-¿Ves ahora en lo que tus dones te han convertido? Querías el don de la palabra para ocuparte de los asuntos de tu familia pero ahora te la pasas de fiesta en fiesta. Querías encontrar a una buena moza para casarte y tener hijos, pero en cambio hoy no hay una en el pueblo que no desfloraste. Ven ahora a mi casa, que ni el fuego ni el frió helado del infierno podrán ahora borrar tus pecados.
Juan lanzó un grito aterrado que cortó el aire y desembarazándose del abrazo del diablo, corrió colina abajo como ciervo despavorido. El diablo lo siguió muy de cerca hasta que el joven no pudo más y, llegando a un convento cercano se abrazó a una cruz de piedra que allí había. Rogando al Misericordioso por su alma.
El diablo comenzó a tirar de él pero el muchacho era fuerte. En un momento el Maldito puso su zarpa en la cruz y soltó un alarido al observar que esta quemaba. Aprovechando el momento Juan se metió en el convento del que nunca volvería a salir hasta el día de su muerte.
Mientras el diablo se marchaba derrotado dejando en aquella cruz de piedra, la marca de su zarpa quemada.